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El síndrome de Burnout o del trabajador quemado

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¿A quién no le pasó que un trámite en la administración pública se transforme en peregrinar entre pasillos y negativas escuetas de un trabajador poco afable?

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¿A quién no le ha pasado que un trámite en la administración pública se transforme en peregrinar entre pasillos y negativas escuetas de empleados/as poco afables? ¿Cuántas veces estuvimos en un comercio esperando la atención “personalizada” y fuimos ignorados por empleados/as más preocupados por su teléfono móvil que por el cliente? ¿Alguna vez alguien no se ha sentido un número al ser atendido en una institución privada, estatal o mixta, financiera, educativa, de servicios públicos o lo que fuere? ¿Quién no estuvo ante una cajera o un cajero de mirada fija en un punto indefinido del espacio que recibe el dinero apenas dando muestras de haberse percatado de nuestra presencia?. Ese escaso apego al trato interpersonal y actitud desidiosa del empleado tiene un nombre: “síndrome de Burnout”, también conocido como “síndrome del trabajador quemado” y –claro está– no lo padecen todos los trabajadores ni tan solo aquellos que tienen contacto con el público, solo que en este último caso es mucho más notable.

“síndrome de Burnout”, es también conocido como “síndrome del trabajador quemado” y –claro está– no lo padecen todos los trabajadores ni tan solo aquellos que tienen contacto con el público, solo que en este último caso es mucho más notable.

Según la OSHA (Administración de Seguridad y Salud Ocupacional del Departamento de Trabajo de los Estados Unidos, por sus siglas en inglés) “en sus orígenes, el síndrome del trabajador quemado fue identificado en mayor medida en aquellas profesiones que están en relación con el trato al público y clientes (…) Sin embargo, puede darse en cualquier ocupación ya que hay un mayor riesgo de padecer el síndrome de Burnout cuando existe una gran discrepancia entre las expectativas laborales del trabajador y la realidad de las tareas a las que se enfrenta día a día, o existe un ambiente laboral con exceso de tensión, degradado y/o con relaciones laborales manifiestamente conflictivas.

Seguramente, los síntomas resultarán a nuestros queridos lectores/as bastante conocidos:

*Agotamiento físico y mental generalizado.

*Despersonalización y cinismo.

*Descenso en la productividad laboral y desmotivación.

*Entre muchos etcéteras, las listadas son las características principales de este grupo de trabajadores.

Según especialistas, para tratar el síndrome es necesario identificar las condiciones de trabajo que lo han ocasionado para luego cambiarlas, y en aquellos casos en que la exposición sea prolongada puede ser necesaria, una reubicación del trabajador; además, es importante el asesoramiento psicológico o acompañamiento en el puesto para rectificar los hábitos adquiridos.

No obstante, ¿cómo podrían implementarse soluciones costosas y que demandan asesoramiento profesional en épocas de crisis, desocupación, flexibilización laboral fáctica y muchas otras restricciones propias del mundo del trabajo?

Con el fenómeno actual de trabajadores pobres quienes, aun laborando a destajo no llegan a fin de mes, con paritarias que solo en números ficticios “le ganan a la inflación” pues los consumos de los “laburantes” (alimento, vestimenta, alquileres) registran un aumento infinitamente superior al promedio que elaboran las fuentes oficiales. Con una familia para mantener, educar, guiar. Con un futuro incierto y poco halagüeño. ¿Qué puede esperarse?

Para colmo de males, vivimos en una sociedad que no para de exigir “productividad”, económica y social. Se debe producir dinero y muchas relaciones sociales (muchos likes), la mujer –además– debe mantener su estética y no descuidar su familia. A ese fenómeno se lo llama “autoexplotación” y si no sos feliz es por tu exclusiva culpa, dado que –en teoría– todos tenemos las mismas posibilidades de éxito (como rezan algunos poco casuales manuales de autoayuda).

Uno de los autores más lúcidos de los últimos tiempos, Mark Fisher, en su obra Realismo capitalista, razonaba: “puede llamar la atención, a primera vista, que se logre persuadir a tantos trabajadores de que acepten este deterioro en las condiciones de trabajo como “naturales”, y que se ponga el foco en su interioridad (…) para encontrar las fuentes del estrés que puedan sentir”. A este fenómeno lo llama “La privatización del estrés”. En otras palabras, el sistema le dice al trabajador, es tu problema, no el mío.

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